martes, 20 de diciembre de 2011

La relación de odio entre el Barça y Madrid.

Os dejo un trocito de "Quasi tota la veritat", las memorias de Josep Maria Miguella.


Tot plegat, encaixava prou bé amb la situació que es vivia aleshores, d´una gran repressió política i social, en què el futbol era una de les poques sortides perquè la gent s´esbravés i on el Madrid era l´enemic a batre. Recordo que quan anàvem al camp de les Corts i jugava el Barça contra el Madrid, ens donaven un xiulet i quan vèiem aparèixer el club blanc, encapçalat pel capità Miguel Muñoz, hi havia una xiulada impressionant que durava fins que començava el partit.
Era la manera com els barcelonistes i els catalans en general responíem a la situació que vivíem cada dia, plena de limitacions i prohibicions: des de les coses més nostres, com el català o la sardana, fins als drets fonamentals... I el futbol era l´única manera que hi havia de guanyar, de derrotar un equip que simbolitzava l´Estat. I crec que això li va donar molta força al Barça.
A més, en aquell època, a mitjan anys cinquanta, havia començat l´explosió del Barça: Kubala, les Cinc Copes... Abans, el futbol havia passat per bons moments, però sempre hi havia hagut problemes greus de tresoreria, i s´havien viscut algunes etapes força crítiques. Aquells anys el club era una allau contra el Madrid.
Ja feia temps que s´havia acabat la guerra, però fins i tot els nens ens adonàvem que hi havia una sèries d´actes que ens eren impostas en la vida quotidiana, coses que no tenien res a veure amb l´educació: assisties cada dia a "l´alzamiento de la bandera". Havies de cantar el "Cara al sol", i els més grans t´explicaven tot el que això representava.
El Reial Madrid era l´enemic a batre pels catalans, amb un president etern molt vinculat al règim, Santiago Bernabeu, que, posteriorment, ja el 1968, diria: "Me gusta Cataluña a pesar de los catalanes". Com a catalanistes, només ens quedava el futbol.

La normalidad


Un pensamiento de Gregorio Morán en La Vanguardia.

Los aficionados del FC Barcelona en Madrid festejaron el éxito de su equipo en la Cibeles y no pasó nada. ¿Alguien se imagina una situación semejante en la plaza de Catalunya, organizada por los aficionados del Real Madrid? Sería lo normal, y si eventualmente para muchos no lo es, tenemos un problema, y me temo que estemos abocados a enfrentamientos civiles si hay una gente que monopoliza lo público en detrimento de los otros.

sábado, 10 de diciembre de 2011

Estatuto no es constitución.


BENIGNO PENDÁS, Profesor de Historia de las Ideas Políticas en ABC.


Los expertos reconocen el texto de inmediato. Cualquier ciudadano con sentido común asume su contenido. Dice así: «ante todo, resulta claro que la autonomía hace referencia a un poder limitado. En efecto, autonomía no es soberanía -y aun este poder tiene sus límites- y dado que cada organización territorial (...) es una parte del todo, en ningún caso el principio de autonomía puede oponerse al de unidad, sino que es precisamente dentro de éste donde alcanza su verdadero sentido...» (STC 4/1981, de 2 de febrero: el primer leading case del Tribunal, bajo la presidencia de García-Pelayo). El tiempo pasa, pero la norma sigue ahí: España, sujeto constituyente, está integrada por nacionalidades y regiones que son parte constitutiva de la única nación. Siempre digo que la política no es geometría. Me consta también que el lenguaje jurídico admite muchos matices, tal vez demasiados. Sin embargo, todo el mundo conoce las reglas del juego: la Constitución no admite ningún poder originario equiparable a la voluntad soberana del pueblo español. Ni el País Vasco ni Cataluña ni nadie cuentan con un poder constituyente propio o con el sucedáneo postcolonial llamado«derecho de autodeterminación», acaso menos elegante pero igualmente efectivo. Las comunidades autónomas gozan de un ámbito más que generoso de competencias y recursos, superior a veces al que corresponde a los Estados que forman parte de una Federación. Pero donde no hay soberanía, juega la vieja fórmula «quod omnes tangit...»: lo que a todos atañe, por todos debe ser aprobado.
Con relación al nacionalismo identitario, la opinión pública se halla «en estado de indigestión», como en aquel condado sureño que nos regaló William Faulkner. España circula por la historia con un hándicap excesivo, que deja exhaustas las fuerzas y los ánimos de los mejores. A pesar de todo, hemos llegado muy lejos, aunque sería estupendo escribir una narración especulativa (as-if story, se dice ahora) acerca de los éxitos eventuales de una España libre de hipotecas. Confieso que a muchos nos vence la pereza antes de repetir los mismos argumentos. Ninguna fórmula sirve para quienes identifican el origen de su «nación» con el Big Bang, que los científicos sitúan -milenio arriba o abajo- hace sólo quince mil millones de años. Los más flexibles procuran encontrar una salida digna al laberinto: nación sin Estado, nación de naciones, comunidad nacional... Nada vale, excepto la nación con Estado independiente, excluyente y, por supuesto, soberano. Los artificios sobre la gobernanza global y la crisis de Westfalia sólo son útiles para entretener manías académicas. A la hora de la verdad, nación al más puro estilo romántico: «viva, orgánica, natural», decía Prat de la Riba, según la vieja tradición historicista. No es difícil comprender esa mentalidad comunitaria propia de los tradicionalistas a partir de la Europa del XIX. Sorprende, en cambio, la singularidad del caso español: supuestamente ilustrada y racional, la izquierda compite por la búsqueda del Santo Grial nostálgico y localista. Ya nos conocemos todos, y la explicación - aquí y ahora- trae a la mente la eterna fragilidad de nuestra convivencia cívica. Aun así, seguro que ustedes comparten conmigo la sorpresa: los socialistas apelan al Espíritu del Pueblo como fuente del Derecho constitucional.
Las presiones sobre el Alto Tribunal ante una hipotética sentencia negativa para el interés (coyuntural) del Gobierno son fiel reflejo de una visión partidista y particularista frente al interés (general) de todos los españoles. Los magistrados no están libres de culpa por causa de una demora más allá de lo razonable a la hora de dictar la resolución más esperada en estos treinta años. A partir del juramento o promesa en la toma de posesión, el deber principal que incumbe a todo cargo público es guardar y hacer guardar la Constitución. Es muy probable que el estatuto no pueda superar el filtro en unos cuantos elementos sustanciales: el término «nación» en el preámbulo, la relación bilateral entre Estado y Generalitat, una financiación incompatible con el principio de solidaridad o la regulación de la lengua común a todos los españoles. En todo caso, que lo digan los magistrados y que lo expliquen con argumentos al alcance del buen ciudadano en una sociedad democrática. No es tiempo de artilugios jurídicos para iniciados o de «sentencias-río», simple literatura estéril para organizar seminarios en la Universidad. Está en juego el futuro del régimen constitucional de 1978, y cada cual debe ser consciente de su propia responsabilidad, al margen del griterío interesado de los profesionales del poder y sus secuaces. Recuerden unos y otros a Cicerón, siempre de moda: «los magistrados llevan en su persona a la Ciudad misma».
Si no llega el acuerdo de fondo sobre la organización territorial, las próximas generaciones de españoles también perderán su valioso tiempo hablando siempre de lo mismo. Nosotros somos irrecuperables: como decía Robinson Crusoe en su isla, «para mí ya tengo más que suficiente». Sin embargo, espero que nuestros hijos puedan librarse del saco de piedras que nos obligan a cargar. Igual que ante el plan Ibarrexte, el Tribunal tiene la palabra. Confirmar los principios constitucionales equivale a consolidar los cimientos del edificio. La alternativa, dejar hacer para que callen, es perfectamente inútil a medio plazo. Pascual Maragall (buen alcalde, peor president) dijo aquello de que la Constitución era una gran disposición transitoria. Ocurrencia poco feliz, me temo, porque para la inmensa mayoría de los ciudadanos ha sido y es -también será- la forma más razonable y civilizada de ordenar nuestra convivencia colectiva. Habrá que decirlo una y mil veces, aunque la pluma sea renuente a repetir siempre lo mismo. Es fácil advertir que la desilusión política es un rasgo distintivo de la sociedad contemporánea. Hay varias razones, muchas de ellas compartidas con nuestros socios y vecinos europeos. Ésta es de cosecha propia: nada es suficiente para saciar el apetito nacionalista frente a la España constitucional. Tampoco el estatuto, por supuesto...
Aquí seguimos, esperando que llegue la sentencia de un día para otro. Las cuestiones técnico-jurídicas sólo importan a los expertos: derechos más o menos fundamentales en un estatuto o requiebros competenciales en un par de docenas de materias significativas. Salvo de mala fe, nadie puede acusar de «centralismo» a la jurisprudencia constitucional en este terreno. En todo caso, para el Estado democrático, lo importante ahora son los principios. ¿Qué tal si volvemos a leer las primeras líneas? Si no hay soberanía, habrá que adaptarse a la Ley de Leyes, y si el intérprete supremo dice -como es probable- que hay contradicción sólo queda acatar, cumplir y ejecutar. Q. Skinner ha puesto de actualidad los famosos frescos de Siena sobre el «buen gobierno», que muchos conocimos a través -precisamente- de un libro de García-Pelayo. Recuerden para este caso una famosa inscripción: «vencida la justicia, nadie defiende el interés común».

Autonomía no es soberanía


Manuel Jiménez de Parga en ABC

De la forma rotunda del título que encabeza este artículo -«Autonomía no es soberanía»- se expresó el Tribunal Constitucional en una de sus primeras sentencias, la 4/81, de dos de febrero del año 1981. En esta sentencia se da solución anticipada a los problemas que en los últimos meses nos agobian. Literalmente se estableció allí: «La Constitución (arts. 1 y 2) parte de la unidad de la Nación española, que se constituye en Estado social y democrático de Derecho, cuyos poderes emanan del pueblo español en el que reside la soberanía nacional». ¿Cómo es posible, entonces, que se ponga en cuestión lo que resulta evidente con la lectura de la citada sentencia?
Anticipándose a la presente polémica, el Tribunal puntualizó: «Ante todo, resulta claro que la autonomía hace referencia a un poder limitado. En efecto, autonomía no es soberanía», agregando a continuación: «Dado que cada organización territorial dotada de autonomía es una parte del todo, en ningún caso el principio de autonomía puede oponerse al de unidad, sino que es precisamente dentro de éste donde alcanza su verdadero sentido». La publicación este verano de declaraciones de ciertos políticos anunciando rebeliones populares y aperturas a la independencia -con ruptura de la unidad nacional- pone en duda el conocimiento del texto constitucional. Es evidente que en 1978 el pueblo español, titular de la soberanía, pudo establecer otra Constitución. Pero la que entonces se aprobó, y está vigente entre nosotros, se configura con unos preceptos que deben ser respetados. En caso contrario los rebeldes se sitúan en el terreno peligroso de los revolucionarios o son, como diría certeramente el profesor Jorge de Esteban, «unos salteadores del Estado de Derecho».
Son de la misma condición los que consideran que la actual organización territorial de España es fruto de una combinación de partes, es decir una realidad compuesta. Craso error. La Constitución Española de 1978 formalizó jurídicamente una realidad compleja: el Estado de las Autonomías. Bajo esta rúbrica la Constitución no admite un combinado de partes, cada una de ellas con poderes originarios. No es un sistema compuesto el que los españoles decidimos instaurar. Realidad compleja, pero no compuesta. Igual que el árbol que es el resultado de un tronco y varias ramas. El símil del árbol me sirvió en mi época de profesor universitario para dar una idea clara de las competencias de las Comunidades Autónomas. Las atribuciones de éstas son como las ramas que brotan del tronco. La savia circula desde las raíces, pero a través del tronco. Si se corta una rama, termina secándose.
El tronco de nuestra Constitución se forma con la prevalencia de las normas del Estado sobre las normas de las Comunidades Autónomas y con el carácter supletorio del derecho estatal, «en todo caso» (art. 149.3). Además, y en la línea de los Estados descentralizados de buena estructura, con una larga tradición democrática, «si una Comunidad Autónoma no cumpliere las obligaciones que la Constitución u otras leyes le impongan, o actuare de forma que atente gravemente al interés general de España, el Gobierno, previo requerimiento al Presidente de la Comunidad Autónoma y, en el caso de no ser atendido, con la aprobación por mayoría absoluta del Senado, podrá adoptar las medidas necesarias para obligar a aquélla al cumplimiento forzoso de dichas obligaciones o para la protección del mencionado interés general» (art. 155.1).
Otra de las tesis heterodoxas del verano es la que infravalora los Preámbulos de los textos jurídico-políticos, como es nuestra Constitución y son los Estatutos de Autonomía. No me parece acertado el enfoque que atribuye al Preámbulo un valor normativo indirecto, en cuanto sirve para interpretar la Constitución o el Estatuto. No basta con esto. Al ser textos jurídico-políticos, en el Preámbulo se encuentran principios constitucionales que, como tales, son la base y la razón de ser de las normas concretas: principios directamente vinculantes. Ha contribuido a crear el confusionismo presente la equiparación de los Preámbulos de los Estatutos a las Exposiciones de Motivos que normalmente encabezan las leyes. Se trata, sin embargo, de dos clases distintas de textos. En las Exposiciones de Motivos, como su nombre indica, el legislador explica las razones que le han llevado a elaborar las nuevas normas. El Preámbulo de un Estatuto, por el contrario, anticipa las ideas que han de configurar el sistema, el régimen estatutario, debiendo manifestar las opiniones en las que la mayoría está de acuerdo.
La infravaloración de los Preámbulos ha sido rechazada por notables juristas que se han interesado por el tema. Y los «máximos intérpretes» de la Constitución, en importantes países, se han pronunciado ya con claridad. Lo dicho allí sobre las Constituciones es aplicable en España a los Estatutos de Autonomía, que son parte integrante del bloque de constitucionalidad.
En Francia, hasta fecha relativamente reciente, se discutió acerca del valor normativo del Preámbulo de la actual Constitución de 1958. Se mantuvieron tesis diversas al respecto. Pero el 19 de junio de 1970 el Consejo Constitucional inició una notable jurisprudencia, según la cual el Preámbulo es «una disposición jurídica fundamental», que limita la actividad de todos los órganos del Estado, incluido el legislador. Gracias al Preámbulo, la Declaración de derechos de 1789, su complemento que figura al comienzo de la Constitución de 1946 y los principios fundamentales reconocidos por las leyes de las tres primeras Repúblicas integran hoy el derecho aplicable. En virtud de este reconocimiento del valor jurídico del Preámbulo por el Consejo Constitucional de París, se ha podido afirmar, como lo ha hecho el decano Favoreu, que el derecho público anterior a 1970 es el viejo derecho público de Francia.
En los Estados Unidos de América, el Preámbulo de la Constitución es el auténtico «credo» que cualquier ciudadano recita sin titubear: «Nosotros, el pueblo de los Estados Unidos, a fin de formar una unión más perfecta ...». Pero no se piense que sólo es un texto de pedagogía cívica, aunque esta función la cumpla efectivamente. Toda declaración de la Constitución norteamericana posee «la más fuerte fuerza vinculante», jurídicamente hablando, o, para decirlo con palabras del Tribunal Supremo de Washington, en una famosa sentencia de 1958, «las declaraciones de la Constitución no son adagios gastados por el tiempo ni unas consignas vacías de sentido. Son principios imperecederos, vivos, que otorgan y limitan los poderes del Gobierno de nuestra Nación. Son reglas para gobernar».
Y es que, como a veces he recordado, la Constitución no es una simple norma jurídica, sino una norma jurídico-política. Quiero con esto indicar que su intérprete ha de utilizar unos criterios que sean fieles a la voluntad del constituyente, la cual ha quedado manifestada en el Preámbulo. Por ejemplo, en la Constitución Española de 1978, leemos: «La Nación española, deseando establecer la justicia, la libertad y la seguridad y promover el bien de cuantos la integran, en uso de su soberanía, proclama su voluntad de...».
Esa voluntad de la Nación española es la que, como pórtico, define el edificio. A la vista de los errores interpretativos que últimamente padecemos, pienso que en las escuelas de enseñanza básica, en los centros preuniversitarios, debería intensificarse el estudio de nuestra Constitución. Lamentablemente no se incluyó en el texto de 1978 algo similar a lo que se ordenaba en el art. 368 de la Constitución de Cádiz, el año 1812: «El plan general de enseñanza será uniforme en todo el Reino, debiendo explicarse la Constitución política de la Monarquía en todas las Universidades y establecimientos literarios, donde se enseñen las ciencias eclesiásticas y políticas». Una vieja obligación que recobra actualidad.
Y volvamos al postulado básico que ahora es conveniente recordar: Autonomía no es soberanía.

lunes, 7 de noviembre de 2011

sábado, 5 de noviembre de 2011

sábado, 10 de septiembre de 2011

martes, 28 de junio de 2011

La mentira de los nacionalismos

Discurso nacionalista

El tortazo del maestro

Jesús Royo en La Voz Libre.






En la película La ràbia la escena principal es en una escuela de la posguerra, un maestro conmina a un niño a hablar como debe ser, '¡en español!' Y de paso le propina un sopapo descomunal. Naturalmente, aquel niño conserva dentro de sí la rabia para toda su vida. Esa rabia le llevará a la militancia nacionalista –o sea, lingüística.

Estoy seguro de que gran parte de las actuales vocaciones sociolingüísticas provienen de los tortazos de los maestros franquistas. Y quien dice tortazos dice cualquier violencia, cualquier sensación de ridículo, vergüenza o impotencia. Situaciones frustrantes relacionadas con el conflicto lingüístico. Creo que sería una terapia saludable, un ejercicio higiénico y un buen servicio al país, que cada cual explicase aquel 'trauma decisivo' que le llevó a adoptar una militancia determinada. Examinando las respectivas biografías, sobre todo de la gente que manda, quizá nos explicaríamos muchas cosas y nos ahorraríamos algunas decisiones claramente erróneas, que pueden complicar nuestro futuro colectivo.

Explico mi caso. En los años cincuenta, en mi calle sólo se hablaba castellano. Para mí, el catalán era la lengua de algunas familias y de alguna misa en la parroquia. La escuela era toda en castellano, mi lengua. En la adolescencia, descubrí que mis amigos catalanes no habían tenido la misma suerte que yo: se les había negado la escuela en su lengua. Fue por solidaridad con ellos, y por vergüenza por que mi lengua hubiese servido para humillar a mis amigos, que me puse a aprender el catalán con pasión. Tanta, que enseguida lo escribía y a los diecinueve años lo enseñaba.

¿Queréis un pronóstico? La inmersión en la escuela pronto empezará a producir 'militantes castellanistas', fruto de alguna humillación escolar (tortazo y 'en català!'). Y también veremos algunos 'desertores catalanohablantes', avergonzados por el hecho de que se utilice el catalán para humillar a sus amigos castellanohablantes. ¿Os jugáis algo?

Catalunya inhóspita

La silla de Zapatero

ZP, el Harry Potter autonómico

sábado, 14 de mayo de 2011

domingo, 20 de marzo de 2011

viernes, 14 de enero de 2011

La discriminación no es positiva


Xavier Pericay en ABC


Ejemplos los hay a miles. En todas partes y en cualquier época. Basta con que un gobierno se proponga favorecer a ciertos colectivos en vez de ocuparse de cada ciudadano por igual, sin distinción de raza, sexo, lengua, ideología o religión. O sea, basta con que un gobierno, por propia iniciativa o a instancias de no se sabe qué intereses más o menos decorosos, se proponga arreglar el mundo y, en vez de limitarse a garantizar, como sería su deber, que ningún individuo va a ser discriminado, se fije como objetivo que algunos miembros de la tribu, singularizados por determinados atributos, disfruten de unas prebendas que a los demás les están vedadas.
Entre los ejemplos antiguos, merece la pena recordar el aportado por Joseph Roth en uno de los artículos de su «Viaje a Rusia», fechado a comienzos de 1927. Explica Roth que las universidades soviéticas, tras años de alfabetización intensiva, no daban abasto, por lo que los políticos resolvieron que los hijos de campesinos y obreros tuvieran preferencia a la hora de acceder a la educación superior. Que muchos de ellos -lo constató el propio escritor en Leningrado- fueran manifiestamente incapaces de construir una frase con un mínimo de corrección, no constituía óbice alguno. Allí sólo contaban la ideología y sus intereses.
Como sucede también en el caso, mucho más próximo, de la flamante Ley de Educación Catalana -aunque aquí la ideología se vista de lengua-. La consagración del catalán como única lengua de enseñanza en Cataluña descansa en el cuento de que el idioma llamado propio requiere cuidados especiales y esos cuidados sólo se los puede facilitar un sistema educativo catalanizado de cabo a cabo. Lo cual no sólo es una barbaridad en lo tocante a los derechos de los ciudadanos, sino que, encima, es contraproducente para la supervivencia misma del idioma en cuestión. El uso del catalán, sin ir más lejos, ha perdido en el último lustro -el más impositivo de los seis que llevamos de normalización lingüística- más de 10 puntos porcentuales.
Y es que la discriminación siempre es negativa. Incluso la positiva. La mayoría de los datos -como ha demostrado Thomas Sowell en «La discriminación positiva en el mundo»- así lo corroboran. Y, aparte de los datos, lo corrobora la aplicación sensata de la ley. Y, si no, que se lo pregunten a la juez Sonia Sotomayor, candidata de Obama al Tribunal Supremo de EE UU, que acaba de ver cómo el mismo tribunal del que aspira a formar parte ha amparado en una sentencia a unos bomberos de raza blanca que habían perdido el puesto de trabajo por el color de su piel y a los que ella, siendo juez federal, no quiso dar la razón.

Adiós, muchachos


Xavier Pericay en ABC


Si son ustedes de los que tienen algún hijo en edad escolar, y ese hijo o esa hija no ha empezado aún el bachillerato, háganme caso: recojan sus cosas —y, entre ellas al hijo o la hija, claro— y lárguense. De verdad, no se lo piensen dos veces. Por un lado, eso de Cataluña, se mire por donde se mire, está cada día peor. Pero es que, además, entre que la nueva ley de educación va a aprobarse dentro de nada y que el Gobierno de la Generalitat parece dispuesto a aplicar la iniciativa ministerial por la que los estudiantes de primero de bachillerato que suspendan tres o cuatro asignaturas no tendrán que repetir curso, cualquier demora en la huida será fatal. ¿Que adónde hay que ir? Pues depende de sus posibilidades. Si le alcanza para una temporada en el extranjero, y a poder ser en un país civilizado, no le dé más vueltas y emprenda el viaje ya mismo. Si sólo le llega para una mudanza doméstica —y perdonen el anglicismo—, traten, ante todo, de que el lugar de destino no forme parte de eso que llaman los Países Catalanes, no vaya a suceder que salgan del fuego para caer en las brasas. Y, luego, procuren que el Gobierno de la Comunidad en la que sienten sus reales no sea copartícipe de la mencionada iniciativa ministerial, que es como decirles que se aseguren de que los socialistas forman parte de la oposición.

Por supuesto, todos esos consejos no tienen otro horizonte que el bienestar de sus muchachos. Y es que si mal estaban las cosas para un aspirante a bachiller, peor van a estar en adelante allí donde se aplique esa barbaridad que acaba de bendecir el Ministerio de Educación. ¿Cómo quieren que tome algún interés por sus estudios un chaval al que, después de haber suspendido tres o cuatro asignaturas —o sea, el cincuenta por ciento de la materia cursada—, le permiten no repetir el curso entero y matricularse únicamente de las que tiene pendientes? ¿Y al que incluso le dejan matricularse de las demás, de las que ya tiene aprobadas, con la garantía de que si saca peor nota le va a contar la del año anterior? ¿Cómo quieren que alguien así participe de la clase y se integre en el grupo de alumnos que, al cabo —si no vuelve a suspender tres o cuatro—, va a ser el que lo acoja —si no suspende por tercera vez— en su último curso como bachiller? Por no hablar, claro, de las dificultades que todas esas componendas acaban generando en la organización de los centros docentes, cuyos responsables bastantes problemas tienen ya con la falta de espacio, la conflictividad del alumnado, las carencias del presupuesto y la inestabilidad —laboral y psicológica— de maestros y profesores.

Entonces, quizá se pregunten ustedes, ¿a qué viene esa iniciativa, si no favorece a nadie? No se me ocurre más que una respuesta: la estadística. Cuanto más tiempo permanezcan esos chicos matriculados, más tarde aparecerán en las estadísticas del abandono escolar. Y a un político, por desgracia, no le interesa nada más.

jueves, 13 de enero de 2011

Quasi tota la veritat


En "Quasi tota la veritat", el libro de memorias que ha publicado recientemente Josep Maria Minguella, explica como empezó a montar los partidos de la selección catalana de fútbol.


La idea inicial era realitzar partits amistosos amb les despeses més baixes possibles per tornar a il-lusionar la gent i generar uns beneficis que la Federació pogués destinar al futbol base. Amb aquest objectiu vam preparar, amb moltes dificultats, un primer partit al Nou Estadi de Tarragona entre la selecció i el Barça. S´havia fet el primer pas, i gràcies a la bona voluntat de totes les parts vam firmar un contracte per organitzar un partit cada any durant el mes de desembre contra una selecció estrangera. Jaume Roura hi va participar activament, primer com a president.
Gràcies als contactes amb Bulgària aconsegueixo portar el primer any la selecció búlgara. El partit, jugat a Montjuïch el 23 de desembre de 1997, va acabar amb empat a un gol i va ser un éxit clamorós. Posteriorment portaríem Nigèria, Iugoslàvia, Lituània, Xile, Brasil i Xina, que és el darrer partit que vaig organitzar el 28 de desembre de 2002. La idea inicial de generar uns beneficis per a la Federació es va anar portant seleccions més potents, fet que ha implicat despeses més importants i tot ha anat polititzant-se, trencant amb l´espérit inicial.

No habla el "lenguo" catalán


Colummna de Josep Maria Espinàs, en El Periódico de Catalunya, con el agravante de que Espinàs, es el letrista del himno del Barça.

He tenido la oportunidad de conocer a bastantes personas de origen extranjero que hablan un catalán muy correcto. A menudo más correcto que el catalán de los que han nacido aquí y lo han oído siempre.
No es una cuestión de inteligencia, naturalmente, es una cuestión de voluntad. No creo que por saber muchos idiomas se tenga que ser más inteligente que quien solo conoce el propio. Hay catalanes --y franceses, e italianos-- que dominan perfectamente el inglés y que no son intelectualmente unas lumbreras. Y, al contrario, unos herméticos monolingües tienen un cerebro que funciona perfectamente.
Lo que me resulta más difícil de entender es que una figura que hace años y años que vive en Catalunya, que está tan ligada al barcelonismo futbolístico, que habla varias lenguas, jamás diga una sola palabra en catalán. Me refiero al antiguo entrenador del Barça, el señor Cruyff.
Hace ya más de 10 años que un socio del club le mandó una carta, redactada en holandés y con traducción al catalán --un lector me man-
dó ambas versiones-- en la que le decía que sería muy interesante que las personas más queridas y admiradas por la juventud "fuesen modelos públicos de la integración lingüística en nuestro país".
Entonces ya hacía 13 años que Cruyff estaba vinculado al Barça, y ahora ya hará 25. Son muchos años, 25, para no haberse decidido a decir "bon dia" o "moltes gràcies". El autor de la carta recordaba al entrenador la presión que durante la guerra ejerció Alemania sobre Holanda, pero que a pesar de ello habría sido muy raro que un entrenador no hablara en holandés con sus jugadores.
Ha pasado mucho tiempo, y Cruyff ha echado raíces en Catalunya y se ha mantenido encastillado en el castellano --excusen el juego de palabras--, como vemos a cada momento, ahora que el Barça ha estado tan de actualidad. Curioso, porque debería adoptar una posición favorable a los idiomas menos poderosos, como el suyo, el neerlandés.
No creo que sea un caso extremo de incapacidad lingüística, porque si quería que sus jugadores fueran "polivalentes", también él debería haber deseado la polivalencia idiomática. Si no me equivoco, la única vez que le he oído hablar en catalán fue en un espot publicitario antitabaco.
Y después de tantos años hablando un castellano tan pintoresco, ¿acaso no sería bonito escucharlo, también, usando un catalán digamosacruyffado?

Pujol se queja de que los Mossos, “cada vez más, se dirigen a la gente en castellano”


http://www.vozbcn.com/2009/06/18/7538/pujol-mossos-dirigen-castellano/

¿Cuántas en quiere?


Una columna de Jesús Royo en Lavozlibre.com




El otro día oí a un chico de veinte años que intentaba hablar en castellano, y decía “¿Cuántas en quiere?” No era en un pueblecito: era en pleno Maresme, un barrio de Barcelona, como quien dice.

Esta frase de “cuántas en quiere” era exactamente la expresión que hacía reír tanto a los chicos de mi tiempo, que la habíamos oído decir a algún payés viejo que no sabía ni papa de castellano. Una expresión así se identificaba con analfabetismo. Se ve que ahora vuelve aquel monolingüismo. La diferencia es que el error de hoy lo cometen jóvenes con el Cou aprobado. Y que no hace reír.

Para mí, es importantísimo observar de qué nos reímos. No es banal en absoluto. ¿Por qué nos hacía reír antes el payés monolingüe? Porque no dominaba la lengua del poder, de la corte, del mercado. Su condición era vitanda, y por tanto, risible. Conclusión: quien no quisiese hacer reír, debía aprender el castellano.

En otro lugar he analizado por qué hacía reír el castellanohablante que intenta hablar en catalán. Era una estrategia de reserva de la lengua como marca de identidad. El mensaje era: no intentes hablar en catalán, que nunca serás catalán.

Ahora no hacen reír ninguna de las dos cosas, por suerte. El catalán no es ni lengua primitiva, ni lengua exclusiva de los indígenas. Hoy, por el contrario, se considera que la lengua que contamina es el castellano: hay quien habla expresamente en un castellano con muchas catalanadas, como queriendo decir que él habla el castellano con pocas ganas, obligado y a contrapelo: si pudiese, lo borraría de su memoria.

Hay una especie de humor que se pretende “radikal”, que explota la imagen peyorativa del “catañol”. Es el estilo coñón y graciosillo de los Mikimoto, Monzó y Barnils. Son como los Bobby Deglané del franquismo, que se merecerían encontrarse con una Mary Santpere que los dejase clavados en seco*. Ese tipo de bromas doctrinales, que pretenden inculcar precisamente las normas y los valores que se considera que se han de seguir, que sirven para aumentar la cohesión interna de un grupo, la verdad, no me hacen demasiada gracia.