sábado, 29 de diciembre de 2012

jueves, 29 de noviembre de 2012

360 grados

Hay gente obsesionada por cambiar de un día para otro. Gente que quiere dar un giro a su vida...Suele ser esa gente que da tanta vuelta que al final son 360 grados, una vuelta que te deja en el mismo sitio, pero mareado.

Guías

Viven sin vivir en ellos. Son buenos consejeros de los otros y luego, en la noche, no saben qué van a hacer mañana. La soledad del guía es conocer todos los caminos menos el suyo.

La seguridad de un buen político

miércoles, 28 de noviembre de 2012

sábado, 10 de noviembre de 2012

martes, 6 de noviembre de 2012

martes, 16 de octubre de 2012

Si nos quitan la lengua nos quedamos en nada

Dejad la lengua tránquila

Mano catalanista subvencionada por la Generalitat

La libertad tiene un precio

No hay lenguas minoritarias


Jesús Royo en La Voz Libre.


No hay lenguas minoritarias per se, sino en relación a un medio o a una actividad. El español es mayoritario en España, pero minoritario en USA y Filipinas. El catalán es minoritario en España y en el cine, pero es mayoritario en Vic (Barcelona), en la Administración y la escuela. Decir que en el Parlament -donde el catalán es lengua única- se protege al catalán por ser una lengua minoritaria es -como mínimo- un sarcasmo. ¡Anda ya!

Lo correcto, en todo caso, sería reclamar la protección, no del catalán, sino de la lengua minoritaria, sea cual sea en cada caso. Eso implica la protección del castellano allá donde esté en un estado precario. Por ejemplo, se debería potenciar la imagen social del castellano como lengua hermosa, apta para la Administración y para la ciencia. En la Cataluña actual, la frase "el castellano es una lengua hermosa" es algo clandestino. Los alumnos catalanes, por obra de la inmersión, apenas pueden construir un texto científico en castellano. Tienen una idea del castellano de que es la lengua de la calle o de casa, pero no de la ciencia.

Y sobre todo, hay que reforzar el castellano como lengua catalana que es, apta para usarla en Cataluña, en todos los ámbitos y sin complejos. Habría que potenciar el castellano para hablar del Parlament -sería el Parlamento de Cataluña-, el Govern -o sea, el Gobierno catalán-, Gerona, Lérida, el Ebro, los Pirineos, Tortosa -pronunciado con dos ‘os’ y ‘ese’ sorda-, etcétera. Habría que dar el nombre de las calles en las dos lenguas: Consejo de Ciento, Cortes Catalanas... Que los castellano hablantes sintamos a Cataluña tan nuestra como los catalano hablantes. El castellano debe dejar de ser la lengua de la pobreza y del fracaso social y, asimismo, la lengua extranjera o anticatalana. Eso también es normalización lingüística y debería ser tarea urgente de una Generalitat de todos.

También se suele equiparar la protección del catalán con la discriminación positiva de las mujeres: todo son discriminaciones positivas, se dice, para proteger al débil. Cierto, pero la discriminación positiva es provisional por naturaleza y debe acabar cuando el débil consigue la igualdad. No tiene sentido favorecer el acceso de los negros americanos a la liga de baloncesto, porque ya están en ella sin barrera alguna. Sí debe favorecerse que accedan a la política, a las finanzas, a la universidad. Comparar la discriminación positiva de la mujer o de los negros con la del catalán, quizá resulte ofensiva para ellos: la mujer -o el negro- no pediría igualdad si ocupara el cien por cien de los escaños del Parlamento y tuviera en sus manos el 80 por ciento del poder económico, de la enseñanza, la iglesia y la cultura. Seamos serios.

Más bien al revés. Habría que discriminar positivamente al castellano para que entre allí donde no está: en el Parlament, en la escuela, en el poder económico, en los niveles decisorios de la Administración, en los barrios caros, en los viajes de lujo. ¿Por qué no proponemos una ‘ley de paridad’ en las listas electorales? Está bien promocionar que el catalán se hable en Santa Coloma, si al mismo tiempo se promociona el castellano en Olot. Y promocionar que el colomense tenga prioridad para ir de diputado al Parlament. Habría que priorizar el acceso de los castellanos al poder. Eso sí que sería ‘fer país’.

lunes, 15 de octubre de 2012

El japonés


Carta de un lector de El País:

Imagínese que se traslada a mi país, a Japón, con sus hijos en edad escolar. Y escolariza a sus hijos con la ilusión de darles la oportunidad de aprender japonés. Y al escolarizar a sus hijos encuentra que todos los colegios imparten clase en una lengua regional japonesa (también tenemos lenguas regionales, como en casi todos los países). Y que no encuentra ningún colegio con el japonés como lengua vehicular.

Supongo que usted, atónito, preguntaría por qué no existen colegios con la lengua oficial común del Estado. Y le cuentan algo sobre que hay que proteger no sé qué y que es una especie de revancha contra no sé quién que hizo que hace más de 50 años esa lengua regional estuviera perseguida. Y usted sigue sin entender por qué no puede elegir en Japón una educación en la lengua oficial común del Japón, el japonés.

Pues bien, esto me ha ocurrido en Barcelona, donde actualmente no hay ningún colegio con español como lengua vehicular. Ni público, ni concertado, ni privado.

En mi país, todo el mundo entendería que usted no tuviera ningún interés en que sus hijos aprendieran una lengua regional de mi país, pero sí japonés. Y aquí en España, ¿entienden que nosotros queramos aprender español y no catalán.


ATSUSHI FUKAZAWA
Barcelona

Barracones y ordenadores


La opinión de Manuel Trallero


El curso escolar se ha iniciado en Cataluña bajo estas dos premisas. Los barracones, perdón quería decir los módulos prefabricados, en donde se imparten clases, han pasado de los 940 del año pasado a los 1046 de este septiembre. Las autoridades insisten en que los módulos prefabricados no están en malas condiciones y que algunos están francamente mejor que las viejas escuelas.
El gobierno de España reparte ordenadores entre los escolares de forma gratuita. En Cataluña la mitad del coste deberán abonarlos los padres de familia.
¿Será el barracón/ordenador el verdadero hecho diferencial?

viernes, 13 de enero de 2012

La crisis es mundial

Trabajadores

El mundo según Quino.

Johan Cruyff y lo que importa de verdad


El trozo de un artículo de Johan Cruyff publicado en El Periódico de Catalunya.


Entre otras cosas, ser deportista es eso. Unir fuerzas y redoblar esfuerzos cuando las cosas van mal. O como cuando toca jugar con el equipo nacional. Rivales todos los domingos, madridistas y culés unidos por la misma camiseta nacional. Y con un resultado excelente, por cierto. Justo lo que no hacen los políticos. Rivales ya no cada domingo, sino cada día de la semana, a diferencia de los deportistas los políticos no se dan cuenta que el rival, su único rival es otro: la crisis. Lamentablemente no ha llegado el día en que unos y otros se pongan la misma camiseta nacional para jugar su partido más importante.

El fútbol es lo que parece


Miquel Porta Perales en ABC


EN mayor o menor medida, el deporte siempre ha llamado la atención de filósofos, sociólogos y psicólogos. Por ceñirnos a la época contemporánea, la filosofía alemana de la primera mitad del siglo XX quizá fue la primera en percibir la importancia que el deporte iba cobrando día a día. Si Max Scheler llamaba la atención sobre «ese poderoso fenómeno supranacional de la época actual que ha crecido inconmensurablemente en magnitud y aprecio», Norbert Elias preguntaba cómo «explicar que un entretenimiento inglés denominado sport pudiera servir como modelo del ocio a escala mundial». Por su parte, Theodor Adorno y Jürgen Habermas relacionaban la práctica del deporte con la aparición del tiempo libre en una sociedad capitalista que necesitaba ocupar el ocio de los trabajadores. Para la psicología y la etología austriacas, el deporte reprimía y desviaba la actividad sexual de la juventud (Sigmund Freud) o sublimaba los instintos agresivos del ser humano (Konrad Lorenz). Finalmente, José Ortega y Gasset avanzaba que la existencia del hombre-masa giraría en torno al deporte.
Tan prometedoras intenciones -el llamar la atención de unos y otros pensadores sobre el deporte- se tradujeron en dos maneras de entender el hecho deportivo: la higienista y la disciplinaria. La hipótesis higienista -auspiciada por Pierre de Coubertin y, en cierta manera, por un José Ortega y Gasset que probablemente encuentra su inspiración en Aristóteles- concibe el deporte como cultivo y mejora del cuerpo, como un ejercicio de superación individual y moral, como la búsqueda de la convivencia entre los hombres, los pueblos y las culturas. La versión higienista radical sostiene que el deporte puede ser un buen instrumento en la consecución de la paz y la fraternidad universales. La hipótesis higienista -el deporte como resumen y compendio de virtudes sin límite, el deporte como ética del ganador y el perdedor- tiene su reverso en la hipótesis disciplinaria. Para dicha hipótesis -un poco de teoría crítica a la manera de Theodor Adorno, una buena dosis de la teoría marxista del aparato ideológico de Estado, unas gotas de psicología freudiana-, el deporte disciplina la sociedad gracias a determinados valores que le son inherentes: el trabajo, el esfuerzo, la superación, la competencia, la producción, el objetivo, la organización, la disciplina, la sumisión, el triunfo, el éxito. Unos valores que, precisamente, son los que necesita el orden capitalista establecido para consolidarse. Hay, incluso, quien ha visto en el fútbol -el portero, el defensa, el centrocampista y el delantero- el resumen y compendio de estos valores. La versión disciplinaria radical afirma que el deporte responde a las necesidades de una civilización técnica y totalitaria que precisa embrutecer al ciudadano. Y afirma también, a la manera de Marx, que el deporte es una suerte de diazepam ideológico que aliena a los ciudadanos disimulando y escondiendo los problemas reales y proponiendo satisfacciones ilusorias.
Llegados a este punto, resulta ineludible formular la pregunta: ¿qué hipótesis -la higienista o la disciplinaria- cabe contemplar como plausible? Ni la una, ni la otra. El deporte del siglo XXI, por decirlo a la manera de Karl Popper, está falsando las conjeturas de unos y otros (sin descartar que algo pueda quedar de unos y otros). Y es que el deporte no es lo que dicen unos intérpretes ideológicamente sesgados, sino que es lo que parece. Lo que se observa. Tomemos el fútbol como ejemplo. Como paradigma. Más allá del rectángulo de juego, el fútbol es lo que parece. Es decir, la prueba de un mundo globalizado en que las mercancías traspasan fronteras, un negocio que busca dividendos, la expresión y afirmación de una identidad colectiva, una terapia para superar determinados conflictos.
El fútbol es la prueba de un mundo globalizado, porque él mismo se ha convertido en una mercancía que, con la impagable ayuda de la televisión -¿un caso de teleadicción?-, está colonizando el mundo entero. Y no es exagerado hablar de colonialismo si tenemos en cuenta que la FIFA mantiene una relación casi colonial con las federaciones del Tercer Mundo y que los países del Norte importan jugadores del Sur y exportan giras de clubes, futbolistas en declive, entrenadores, tácticas y gadgets diversos muchos de ellos fabricados, por cierto, en el Sur. El fútbol es un negocio que busca dividendos al gestionarse empresarialmente, negociar y renegociar contratos al alza o a la baja según sea la coyuntura, realizar fichajes estrella con la intención de obtener réditos deportivos y extradeportivos, endeudarse, cotizar en bolsa, vender derechos televisivos, convertir el estadio en una suerte de parque temático para rentabilizarlo más y mejor, patrocinar buenas causas, usar y abusar del merchandising, explorar nuevos mercados para la exportación. El fútbol es la expresión y afirmación de una identidad colectiva que se manifiesta exaltando lo propio en el estadio, consagrando las selecciones y los héroes nacionales. Por cierto, en este combate entre naciones -los comportamientos colectivos multiplican las desmesuras individuales- ha habido más de una denominada «guerra del fútbol». Sin por ello rizar el rizo, la identidad de un pueblo puede percibirse también a la contra del fútbol. En los Estados Unidos, por ejemplo. ¿Por qué -a pesar de las campañas impulsoras- el fútbol no cuaja en los Estados Unidos? Porque allí el fútbol se considera un deporte de emigrados, porque el norteamericano echa en falta en el fútbol cosas como la espectacularidad del placaje o el touchdown, porque en el fútbol pasan pocas cosas durante largos períodos de tiempo y hay demasiados empates. Tan es así, que una de las formas de integración de los emigrantes en la nación estadounidense pasa por la adopción de deportes nacionales como el béisbol o el fútbol americano. Prosigamos. El fútbol es una terapia -bálsamo o placebo- que permite apaciguar determinadas frustraciones individuales y sociales -con sus correspondientes pulsiones agresivas cuando existen- por medio de una serie de comportamientos afirmativos como gritos, insultos, cánticos y desfiles que exaltan lo propio y denostan lo ajeno. La versión patológica de este comportamiento lo ejemplifica un vandalismo metropolitano -autista, sin contenido ni justificación- que expresa las tendencias nihilistas y autodestructivas del ser humano así como el afán de notoriedad de quien sólo existe en la medida que destruye.
Se ha dicho que el fútbol -el deporte, si se prefiere- es una metáfora de nuestro tiempo. Sea. Y, al parecer, hay mucha gente que no puede vivir sin él. Lo escribió hace un tiempo el novelista Luis Landero: «Acaba la Liga y las tardes del domingo adquieren la misma desolación existencial que tuvieron en nuestra adolescencia, cuando todavía no habíamos descubierto los carruseles de la radio, con griterío de conexiones urgentes entre anuncios de brandis i de cacaos, y uno se dedicaba a navegar a la deriva por el barrio». El fútbol -el deporte- moviliza gente, energías, emociones, dinero y papel. Y no es una casualidad que la FIFA reúna en su seno a más países que la ONU. Bill Shankly, manager del Liverpool, quizá tuviera razón cuando dijo que «el fútbol no es asunto de vida o muerte... ¡es mucho más importante que eso!». El fútbol es lo que parece. La vida en directo. Para bien y para mal.